martes, 7 de diciembre de 2010

Una mañana con “3ero A” (igual creo que algunos ya lo tienen)

-Qué tal, cómo andan… sientensé…
Los chicos de tercero van entrando a la sala de computación y uno por uno me saludan con un beso. No sé si lo hacen con todos los profes, parece más una broma interna, pero y qué. Con sus quince y dieciséis años, algunos son mucho más altos que yo, sobre todo los varones, pero se ven como cachorros de doberman: largos, patudos, entre desafiantes e inocentones.
-Tomás, ¡qué te pasó en el cuello!- le digo al más problemático de mis alumnos, mientras le examino unos enormes moretones como si alguien lo hubiese querido ahorcar, casi con éxito. Más colorado que de costumbre, me dice que no quiere hablar de eso, y aunque le digo “está bien”, pienso en que voy a tener que hablar con alguna autoridad del colegio, no bien salga de ahí.
Hoy es clase de práctica, nomás, porque ya aprendimos cosas nuevas la clase pasada. Me siento en una mesa enorme que hay en el centro del aula, mirando hacia ellos que están dispuestos en línea, rodeando las paredes. Como quedan de espaldas a mí, tengo un poco más de control y me da seguridad. Saco mis carpetas y empiezo a corregir trabajos. Se me acerca Lucía y se sienta al lado mío, con las piernas cruzadas como indio, arriba de la mesa.
-¿Cómo andás, profe? ¿Sabés que mi papá trabaja con computadoras también?
Le contesto, mientras sigo escribiendo le pregunto obligadamente en qué, me cuenta. Sigue:
-¿Sabés que estuve descalza todo el día, hoy? No soporto los zapatos, no los puedo tener puestos. Llego adonde sea y, ¡paf!, me los saco.- La miro y, efectivamente, está descalza. Las medias sucias y un poco raídas, de tanto dar contra el piso descuidado del colegio. Le pregunto si no le duelen los pies, si no se pincha con nada, si no le da frío. Pero no, está feliz así. Su aspecto, de mujer rubia hermosa de ojos verdes, contrasta tanto con esta imagen infantil que me acompaña como una hija charlando con mamá. Pienso que tal vez la extraña esta mañana y la dejo seguir un rato conmigo.
Hago un paneo para ver si los demás trabajan. Ahora Lucía agarró mi libreta y no entiende por qué no la uso para poner ahí la lista de estudiantes y las notas, ya que viene con la grilla preparada. No sabe que soy tan desprolija que amontono todo en un par de hojas que guardé por ahí. Pero yo en mi quilombo me entiendo bien, y sé cuánto trabaja cada uno.
-Profe, ¿puedo pasarte las notas en la libreta? Así te queda prolijito.
-Bueno, si tenés ganas…
Lucía tiene una letra redondita y grande. Queda linda en la libreta. Destaca con colores las notas más altas y más bajas y borra con Liquid. Da ternura verla escribir como si garabateara en su diario íntimo y parecen increíbles sus casi dieciséis años.
Se acercan otras dos y se suman a la charla. Me preguntan cosas de su vida, de mi vida, una tiene un sweter parecido al mío y dicen que les gusta mi collar. Sin yo quererlo, parecemos cuatro nenas jugando a tomar el té.
Sigo vigilando si todos trabajan. Van casi todos bien.
-Chicos, miren que éste va con nota, me lo mandan por mail. Esteban, saquen ese juego y pónganse con el tepé.
- ¡Uhh, profe, pero estoy por romper mi récord!- me dice el muy desgraciado y con eso me hace ver que encima está jugando hace un buen rato. Hace falta poner un poco de orden, porque además el murmullo creció durante el té y se está volviendo demasiado animado. Les pido a las chicas que vuelvan a sus compus y terminen el trabajo, así me lo mandan, y vocifero un llamado de atención a todos con un semi- enojo que nadie me cree. Igualmente, de a poco, vuelven a sus cauces.
Me sumerjo en mis apuntes, tengo que entregar notas pronto. Al ratito me levanto y recorro de a uno los grupos a ver si van bien, si necesitan algo. Hay algunas preguntas y mucha charla, sobre todo de cosas que no tienen que ver con la materia pero sé que son importantes para ellos. Sigo caminando por la sala. Lucía sigue en medias, ahora tipiando, y su amiga le arregla el pelo mientras sigue su escritura. Esteban volvió a poner el maldito juego y ya no tengo ganas de pelear, así que lo dejo, ya veremos qué me entrega. Otra chica está sentada en una punta del aula y mira a la nada con expresión ausente. Pero los demás siguen trabajando y los ejercicios empiezan a verse completos, aunque escuchen música y alternen la pantalla de vez en cuando con el Facebook.
Y al fin toca el timbre. Me saludan todos otra vez, un por uno. Las chicas me abrazan y me dicen que me adoran y que soy lo más. Mucho no les creo pero es lindo escucharlo. Le digo gracias a Lucía por la libreta, que quedó de lo más decorada y ahora sí voy a usar -previa chequeada de notas- y le hago un cariño en la cabeza a Tomás. Los últimos en salir son Esteban y su compañero, que siempre me ayudan a apagar las compus y las luces, no sé ni por qué. Subo la escalera para buscar a la directora de estudios y comentarle sobre el cuello de mi alumno, pero no hay nadie en dirección ni en secretaría, se fueron todos a almorzar y tendré que esperar a mañana.
Salgo del cole y me voy para casa. Me siento bien. No sé cuán buena profesora sea, pero sé que mientras ellos estuvieron conmigo practicaron bastante bien el Excel, pasaron un buen rato, estuvieron contenidos, fueron apreciados y salieron más contentos de lo que los ví llegar.

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